sábado, mayo 09, 2009

La pelicula inspirada en mi literatura


Tras cuatro días de rodaje y 40 horas de edición se estrena en Cali el cortometraje Tratamiento de Conducta, escrito y dirigido por Oscar Losada Ibáñez. Una adaptación del relato de Pachito: el último de los sicarios buenos del escritor caleño Jorge Caicedo. Cuenta con la participación de Jenny Navarrete y Oscar Torres en los papeles protagónicos.

La producción, liderada y coordinada por Callelarga Films, tuvo la participación decisiva de la Fundación General de Apoyo de la Universidad del Valle, la Pontificia Universidad Javeriana, Panchana Films, Telepacifico y la Escuela de Comunicación Social de la Universidad del Valle; quienes apoyaron con equipo humano, capital y equipos de grabación y postproducción esta excelente realización. La historia Más allá de la anécdota cotidiana de la violencia, el cortometraje explora las posibilidades o imposibilidades, dependiendo de dónde se mire, del amor en una situación extrema. La Premier Se llevará a cabo el 26 de marzo de 2009 a las 9:00 p.m. en las salas de cine de Royal Films del Centro Comercial Centenario, al noroeste de la ciudad. A partir de 27 de marzo de 2009 desde las 11:00 a.m. hasta la 1:00 p.m. se estará presentando el cortometraje ante el publico universitario y público general, en las salas de Royal Films del Centro Comercial Jardín Plaza. El ingreso no tiene ningún costo. Sinopsis Pachito, un delincuente en decadencia es contratado para un trabajo más. Él, como suele hacerlo, rapta a su víctima: una joven estudiante de odontología. En el transcurso de los acontecimientos la atracción y seducción decidirán la suerte de los dos. Una adaptación del cuento “Pachito, el último de los sicarios buenos”, publicado en mi segundo libro "Algunos Cuantos Cuentos Breves Violentos" (2006).
En este enlace puedes ver el trailer de la peli:

Pachito, el último de los sicarios buenos

Este es el cuento en el que se inspiró la peli "Tratamiento de Conducta".

Francisco ha salido al patio a lavarse la cara en el único lavamanos bueno que hay en ese inquilinato. En el fondo se alcanzan a escuchar las músicas desafinadas de los bares de los alrededores. Tiene la cara llena de lagañas y de pesares. No quiere bañarse completo porque ha notado que se está bañando muy seguido y no vale la pena. De todas maneras se mira al espejo y se acuerda de la noche anterior y entonces se da cuenta de que esta vez sí tiene que bañarse. Tal vez el agua, finalmente, se lleve consigo toda la miseria en la que su alma ha quedado envuelta desde poco antes del amanecer.
En ese mismo cuarto estaba el día anterior, también en calzoncillos y con una camiseta esqueleto rota, cuando el celular sonó con la melodía de navidad que puso desde comienzos de diciembre. Era la voz macabra de Don Roberto, el tipo que nunca había visto pero que lo trata como si fuera el hijo que siempre tuvo y que nunca quiso y que desde siempre lo bautizó Pachito. Con la misma frialdad de siempre le dijo el sitio, la hora, el nombre del personaje y cómo estaba vestida y todo. Le contó que había que matarla con saña y luego le dictó un parrafito cortó que tendría que decírselo segundos antes de exterminarla. Era una pelada joven, una niña de 20 años que nunca quiso ser la mozita de algún traqueto de poca monta y por eso se ganó la muerte. La misma historia con otros nombres y en distinto lugar.
Francisco ha comenzado ahora a sentirse sucio de nuevo. Se ha vuelto a acostar y se ha desnudado con la mirada fija en el cielorraso. Sin pensarlo y sin un sentido aparente, como siempre le ha pasado, ha comenzado a masturbarse con la mente en blanco. Al terminar, no ha alcanzado a bajarse de la cama y ha untado todas las sábanas con sus miserias. Se ha quedado en el suelo, desnudo, mojado y con lágrimas en los ojos que lo hacen sentir más mal de lo que está, pero que al final lo dejan más tranquilo, liviano y de alguna manera, le devuelven la vida.
Después de limpiarlo todo, su mente se ha perdido en el recuerdo de la forma como siguió a la pelada a la salida de su universidad, la de los religiosos tacaños. La vio salir con el novio oficial y le rogó al cielo que el pelado la dejara sola para no tener que matarlo también. El mancito, por cosas de Dios, tuvo que quedarse en alguna mierda de su carrera y la sardina se montó solita en su motico Vespa. Francisco la siguió unas cuantas cuadras en su chevette 88 y cuando lo consideró correcto, le cerró el paso, la hizo caer y tan rápido como pudo la obligó a subirse al carrito blanco que había sido taxi en el pasado y que ahora disimulaba su macabra función con miles de adornos religiosos que adoraban a Cristo. En la autopista quedó tirada la moto roja y como siempre, no había ni un alma para contar el cuento.
En el camino a su matadero en los peñascos de la via al cerro de Cristo Rey, miraba a la peladita, asustada, con sangre en sus rodillas y en sus codos, con el uniforme de odontóloga vuelto mierda y con una cara tan linda como las de las peladitas de las series gringas que veía por el canal de la Warner. Le comenzó a gustar pero desechó nuevamente la idea del amor cuando se la imaginó muerta en menos de una hora. Trató firmemente de ignorarla pero los ojos de la niñita estaban radiantes aunque tristes y húmedos. Le miró las piernas, le miró el torso y se dio cuenta que extrañamente, pese al miedo y al terror de la situación, la sardina tenía sus teticas excitadas. Se trastornó. Por más que lo intentaba, no podía aclarar su mente, ya estaba cerca del desfiladero donde había tirado a todas las victimas del último año pero aun no tenía claro como matarla. En su cabeza se repetía una y otra vez las palabras de la voz anónima: tiene que ser con saña porque la perra se las dio de reina y el man está ofendido y leale el mensaje para que se sienta más mal. Por más que intentaba, sabía que tanta belleza no le iba a permitir lastimarla viva. Tendría que matarla rápido, sin mirarla para no terminar de enamorarse y una vez muerta, hacerle cualquier cosa para aparentar. Cuando llegaron al desfiladero, el sitio todavía olía al último muerto de quince días atrás; quedaban algunas manchas de sangre en la tierra y un trozo de su piel enredada en el pasto salvaje. Al parecer aun no lo habían encontrado. A Pachito no le importó.
La música de los bares de enseguida se ha vuelto más miserable y ha aumentado el volumen como si se hubiesen puesto de acuerdo para volverlo más loco. Después de mucho rato de mirar al techo, Pachito ha decidido meterse al baño para no pensar más en la peladita. Ha dejado que el chorro de agua fría resbale por su cuerpo y sin tocarlo con sus manos ha salido luego a la mitad de la pieza y parado, desnudo y con los ojos cerrados, ha dejado que el poco aire que entra a la pieza, lo seque. Mientras recibe la débil brisa que se cuela por los huecos de la puerta y por la hendija, recuerda como después de muchos minutos de ver la peladita sentada sobre una piedra, con la mirada cada vez más triste y más bella, por fin se decidió a hablarle, cosa que nunca hizo con ninguno de sus cuarenta y pico de muertos anteriores a los que tan sólo les leyó la frase macabra del mensaje final que le ordenaban. Comenzó regañándola, pidiéndole explicaciones de porqué estaba en esta situación, que porqué había sido tan bruta de meterse con un traqueto de poca monta y sobre todo, de jugar a la difícil cuando esos manes no aceptaban esas cosas. Se extrañó y se sintió como un papá viejo que regaña y da consejos. La niña sin quitarle los ojos de encima y con más llanto que antes le dijo que nada de eso era culpa suya, que ni siquiera le hablaba al tipo, que nunca habían salido, que simple y llanamente el man le empezó a mandar flores, regalos, notas y carros para recogerla pero que ella estaba muy tranquila y segura de lo que hacía y no le interesaba nada de eso. Que tenía un novio del que estaba tratando de enamorarse y con quien se sentía bien, que tenía una carrera que ya estaba terminando y que nada más le interesaba. En una palabra, que ella era inocente de toda culpa. Pachito se terminó de confundir.
Pachito volvió a tomar la actitud violenta y le recriminó por mentirle, le dijo que si creía que el se iba a creer todo ese cuento. Que entonces de donde había sacado la moto, como se pagaba la carrera y que como tenía un cuerpo tan bien hecho sino era por cirugía y por la silicona que siempre todo traqueto le ponía a sus niñitas bocado. Ella se sintió ofendida pero le respondió sin enojo. Que su cuerpo era natural, que la moto la estaba pagando y que en la universidad estaba becada por que iba a ser en unos años, la mejor odontóloga de la ciudad. Pachito se desesperó y se comenzó a sentir culpable por lo que aun no había hecho pero que tendría que hacer. Lo único que atinó a hacer, aunque debió hacerlo desde el comienzo, fue quitarle su maletín amarillo con un Winny Pooh de felpa colgando y el celular prepago que guardaba en el bolsillo de su pantalón verde olivo del uniforme de la facultad de odontología. Se quedó mirándola por un largo rato tratando de encontrar respuestas a la situación y tratando de convencerse de la idea de perdonarle la vida. Eso era casi imposible: perdonarla era condenarse él.
La música de los bares aledaños se ha mezclado con los gritos, los tiros de algún ajuste de cuentas, un choque distante y el viento macabro que siempre ha sentido en las noches en los que se ha equivocado y no ha sido capaz de hacer lo que sabe que tiene que hacer. Se ha sentado en el borde de la cama, ha tomado el control remoto y sin encender la televisión se ha quedado mirando fijamente la pantalla negra de su LG de 27 pulgadas, el mismo televisor que compran todos los sicarios de barrio.
Inmediatamente ha empezado a escuchar la voz de la niña buscando desesperadamente argumentos para lograr su perdón. Recuerda como le decía que ella sabía que el era bueno y que todo no estaba escrito, que las historias podían cambiarse y que juntos podrían buscarle una salida a la cosa. El no tuvo más que decirle que se callara, que no hiciera más triste la cosa, que simplemente tratara de morir con dignidad, con la dignidad que él hacía rato había perdido cuando había accedido a quedarse en ese mundo en el que nada le importaba, en el que el futuro no contaba y en el que los sentimientos dulces para él ya no existían. Que cualquier asomo de amor, cariño, compasión y cualquiera de esas mierdas, se habían ido con la última mujer que tuvo y que le parió dos hijos y luego se le llevó la vida en medio de revolcadas de sexo en su propia pieza con los pocos amigos que alguna vez tuvo, antes de desaparecer para siempre con los niños, su plata y el último de los amantes casuales que finalmente la había convencido para que se fueran a España a tratar de ser gente. La peladita no pudo decir nada más.
Pachito se le acercó por última vez. Confundido como estaba se arrodilló, puso su cara tan cerca como pudo a la de ella y se dio cuenta del miedo y de las ganas de vivir de la niñita. Miró el paisaje solitario donde estaban y comenzó a pensar en cosas. No había nadie por esos lados, no habían testigos de nada, incluso su último muerto todavía estaba al fondo del barranco, lo que le indicaba que cada vez la gente se interesaba menos por lo que mandaba a hacer. La niña tenía una oportunidad y de pronto él también. Se quedaron mirando un rato más. Pachito sintió algo que no sentía desde la primera vez que vio a la maldita perra que le parió los hijos como ahora la llamaba en la distancia. Se estaba enamorando. Otra razón para que la niñita viviera.
La levantó y la llevó hasta el carro. Comenzó a pensar en la estrategia para encubrirla, para salvarla, para llevársela de ese mundo en el que la querían muerta y para quedarse con ella para siempre, para volver a vivir. Nada se le ocurría. El celular de la sardina sonó y él tuvo la tentación de destruir el aparato. En medio del desconcierto en el que estaba, con la mirada le dijo a la niña que contestara y le advirtió que no dijera mucho. Ella respondió la llamada y su carita se iluminó. Era el muchachito que habían dejado en la universidad, su novio, su todo. Le dijo que lo amaba, que él era toda su vida y no alcanzó a mandarle un beso porque Pachito le arrebató el aparato y lo tiró con violencia hacia el final del barranco. Se sintió como una mierda de nuevo y la volvió a ver lejana, imposible.
Pachito ha dejado de mirar la pantalla de su tele. Se ha acostado boca arriba aun húmedo y con una pequeña toalla que apenas y le cubre las piernas. Trata de olvidarla pero no puede y sabe que no lo va a hacer nunca. Aun la recuerda con su mirada honesta, su sonrisa limpia y sus teticas firmes. Ahora está seguro que la ama y la sigue viendo linda, tan linda como la dejó cuando con cuidado le disparó seis veces sin tocarle el cráneo para no dañarle el rostro; tan linda como la dejó en el barranco donde la bajó él mismo para que en la caída su cuerpo no se maltratara; tan linda y suave como el olor del maletín amarillo y su Winny the Pooh de felpa que ahora abraza con dolor y llanto y con los que se está quedando dormido, mientras recuerda que la tuvo cerca y que la alcanzó a amar pero que tuvo que matarla sintiéndole el cuerpo pegado al suyo y sin leerle la frase macabra que tanto le encomendaron.